9.14.2007

Comunión arquitecto-cliente. La Pasión

Introducción de un texto de Isaac Broid...

La Cátedra Extraordinaria Federico Mariscal empezó en el año 1984. Fue Pedro Ramírez Vázquez quien con justificados méritos la inició. "La Arquitectura como Disciplina de Servi­cio" fue el tema de esa primera cátedra. Veinte años separan aquellas históricas conferencias de las que ahora nos ocupan, pero la distancia entre el tema antes mencionado y mi confesión sincera siento que es mucho mayor que el tiempo cronológico.

Siempre he tenido presente las necesidades de las personas o instituciones que han depositado su confianza en mí para desa­rrollar proyectos de arquitectura. Presupuestos y programas se analizan para cumplir con sus requerimientos. Para dar el servi­cio del que hizo mención Ramírez Vázquez. Si no es así, no hay comunión arquitecto-cliente y por consecuencia la relación se rompe. Pero en el fondo yo tomo cada encargo para proyectar mis deseos, mis fantasías. Es donde se dan cita mis propios fan­tasmas con los de los clientes. Sin importar la escala del encar­go -S, M, L, XL- la posibilidad de encontrarse con la hoja en blan­co provoca que la fábrica de los sueños empiece a trabajar. Una fábrica donde se producen imágenes siempre posibles -que muchas veces son las más difíciles que se lleven a cabo,- pero que dentro de la imaginación la posibilidad de un mundo en equilibrio y armonía (siempre frágil) es una realidad tan real como la realidad real. Vivir la arquitectura no sólo es un "privi­legio de la vista", -citando a Octavio Paz- sino un privilegio de y para la imaginación.

Este privilegio no está, sin embargo, libre de caminos largos y sinuosos. Al escribir esto me viene a la mente una película de Alan Tanner, cineasta suizo muy productivo durante mis años formativos, allá por los setentas. La película llamada Años Luz trata de la relación entre un joven desganado, sin rumbo ni sue­ños en su vida que llega a una estación de gasolina en medio de la nada; el paisaje es el norte de Escocia con montañas sin árbo­les ni gente, y un viejo que le va a enseñar a volar. Sin ningún ánimo -así era su vida- el joven empieza las lecciones. A veces sin darse cuenta, otras con una conciencia total, el joven se va percatando de que para saber volar se necesita embarrar con sangre de águila -animal que en verdad sabe volar. Lo que el viejo realmente quiso enseñarle no era precisamente volar, sino cobrar conciencia que para cualquier actividad que el joven decidiera realizar necesitaba involucrarse en cuerpo y alma. Necesitaba apasionarse.



ISAAC BROID, CÁTEDRA FEDERICO MARISCAL

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